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El tacto, la primera necesidad humana

Empiezo este escrito, como muchos que hecho en busca del bien-estar. Esta vez levantando la voz por los más pequeños, nuestros niños y niñas. Por esta gente que es el futuro, es la voz y la tierra donde crecerán los sueños de la humanidad. Levantó la voz ante la incomprensión de su naturaleza, ante el deseo de colonizar sus cuerpos y espíritus por el mal entendido progreso de la gente adulta.

La piel es el más primitivo de los sentidos, se puede vivir sin la vista, el olfato, la escucha, el gusto, pero no sin el tacto. Es en la piel donde suceden los primeros aprendizajes, es el hábitat natural del recién nacido y donde aprenderá a relacionarse con el todo. El contacto es una necesidad fisiológica, es instintivo, siempre será positivo y como todo lo fisiológico resulta en un estado de placer, de bien-estar.

Durante el paso del tiempo de esta “civilización” se ha ido apartando de lo fisiológico, creando normas de conducta pasando por encima de miles de años de evolución. Se ha querido ignorar los procesos adaptativos que hemos tenido como especie para llegar a este momento presente, reemplazando el instinto por pautas ideológicas al servicio del sistema imperante. El instinto es definido por Nils Bergman como un proceso neuro endocrino altamente preservado. Es decir, no se aprende, no se lee un libro, sino que todas las personas guardan en su memoria celular esta inteligencia.

*”En 1915, el Dr. Henry Chapin un pediatra de Nueva York, reveló que los bebés internados en instituciones en diez ciudades diferentes en los Estados Unidos tenían una tasa de casi el 100% de muerte a pesar de los alimentos y la atención médica, morían por lo que los médicos llamaron «falta de crecimiento» o » marasmus»- consumiéndose (Montagu, 1986, 97). Chapin, consternado por esto, terminó organizando un nuevo sistema para hacer frente al cuidado de los bebés y comenzó a llevarlos fuera en lugar de dejarlos en las instituciones.
Cuando se realizaron estudios para determinar las causas del marasmus se observaron que los niños y niñas de hogares pobres y sin óptimas condiciones de higiene prosperaron ganando peso y talla a diferencias de los que estaban en “optimas condiciones en los hospitales”.
La diferencia era que las madres más pobres fueron las que cogieron, acariciaron, y alimentaron a sus bebés. Cuando las instituciones médicas comenzaron a reconocer este hecho, algunos hospitales convirtieron en norma que las enfermeras fueran a «coger a los niños, llevarlos por el entorno y ser «madre de ellos», por lo menos tres veces al día. Como resultado, las tasas de mortalidad se redujeron drásticamente. (Montagu, 99).
El tacto es tan importante para el desarrollo que en su ausencia se liberan grandes cantidades de cortisol. Los altos niveles de cortisol en la sangre no sólo representan un impacto negativo en los niveles de la hormona del crecimiento sino que también repercuten negativamente en la función inmunológica.
La piel es así la primera necesidad fisiológica del ser humano, esto no es una novedad, desde la antigüedad hemos sabido que favorecer el apego y el vínculo crea sociedades más pacíficas mientras que la cultura del desapego ha sido promovida en lugares donde se privilegiaba la guerra. Esta información ha sido utilizada por diferentes sociedades para beneficiar el capital y la producción, dejando de lado el bien-estar humano.
Históricamente los y las bebés han sido porteados de diferentes maneras, manteniendo y favoreciendo el vínculo de forma ininterrumpida, permitiendo su óptimo desarrollo al mismo tiempo que vinculaban desde temprana edad a las infancias en el que hacer comunitario. Esta práctica ancestral reconoce que la forma más efectiva de aprendizaje es sobre la piel y en la imitación. En la medida que observaban el comportamiento de su comunidad aprendieron no sólo las labores sino las pautas de comportamiento en sociedad.
Jean Liedfloff en su libro, el concepto del continuum, describe como en el pueblo Yekuana era rarísimo encontrar discusiones y agresiones entre ellos. En su observación sobre la crianza se dio cuenta que no habían maltratos de ningún tipo, no eran necesarias las palabras duras ni las nalgadas, ya que el aprendizaje desde el primer momento sobre la piel de sus madres y la continua vinculación hizo de las infancias gente de carácter amable y tranquilo. No se esperaba de ellos que actuarán como adultos, sino que se desarrollarán de acuerdo a sus capacidades.
En esta última parte recuerdo al psicólogo del colegio de mi hijo de tres años, que recomendaba dar una nalgada a un niño de tan solo dos años, porque una nalgada a tiempo resolvería problemas a futuro. Como siempre el problema parecen ser los niños y no la sociedad, se espera que se comporten como adultos y no como lo que son, personas en un proceso de adaptación y desarrollo. Personas que merecen respeto, cuidado y amor. Si cuando un adulto se comportara de forma inesperada y alguien le diera una nalgada ¿qué pensaríamos al respecto?
Me consterna ver que se responsabiliza al niño y no se contempla el contexto de la familia, muchas de ellas cansadas, vulnerables, sin educación emocional. ¿No sería más fácil ver al adulto herido y ayudarlo en la gestión emocional? ¿No sería más efectivo generar redes de apoyo para que el cuidado deje de ser privado y vuelva a ser comunitario?
Estamos viendo la punta del icerberg, pero nos da miedo ir a lo profundo de nuestras emociones e historias. Buscamos soluciones rápidas como una nalgada pero la violencia nunca será la respuesta. Porque la violencia genera más violencia.
Apostar por una sociedad de paz es apostar por los límites respetuosos, es saber que el tacto amoroso solo puede dar buenos resultados, que mal criar a un niño es tratarlo mal, la historia nos ha demostrado que las sociedades pacíficas solo son gestadas por familias de amor, cariño y comprensión.

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